miércoles, 6 de abril de 2011

Desde dentro

A lo largo de las últimas semanas los alumnos del II Curso de Periodismo Gastronómico hemos tenido la suerte de poder visitar unos cuantos restaurantes. Nada mejor que la contemplación de los entresijos de una casa de comidas para poder entender a complejidad de su funcionamiento. Desde dentro.
Cuando un cocinero abre las puertas de su casa está haciendo, sin darse cuenta, un ejercicio de reflexión sobre su propia vida y circunstancias, mostrándose a sí mismo, reflejado en cada detalle de sus fogones, de su cocina, de la decoración de las paredes del lugar donde ejerce de oficiante. Por eso es siempre un grandísimo placer para el que tiene la suerte de poder hacerlo. El afortunado que tiene la posibilidad de vivir esos instantes  abre esa caja de Pandora que siempre esconden las trastiendas.
Entrar en un establecimiento centenario o en un templo de la cocina de vanguardia varía poco la experiencia. Un cúmulo de sorpresas aguardan al que lo haga. Descubrir de boca de doña Milagros Novoa que en uno de los salones de Lhardy la reina Isabel II, en un descuido quizás provocado por la pasión, dejó olvidado un corsé engalana la visita de tal manera que el visitante se siente parte de la casa. Escuchar a Ángel Palacios, chef de La Broche, afirmar que haber mantenido el nombre del restaurante tras la partida de Sergi Arola fue una decisión poco afortunada es una muestra de ese ejercicio de reflexión que hace cualquiera que brinda la oportunidad de franquear las puertas de su casa. Como lo es también escuchar de boca de Pedro Espina el relato de su experiencia de aprendizaje hasta convertirse en itamae. O degustar de la mano de los jefes de sala de Santceloni una copa de cava de la casa, después de haber podido escucharles hablar distendidamente sobre su oficio.
Es importante no perder de vista nunca que al entrar en un restaurante uno no sólo va a comer. Se pone uno en manos de gentes que pasan entre esas paredes casi más tiempo que en su casa, y se lleva a la boca elaboraciones cuya manufactura ha consumido horas y horas del tiempo de una persona. Es importante valorar todos esos detalles, de los que depende la impresión lograda en el comensal. Cuando salga, ahíto de emociones gastronómicas, se llevará también un pedacito de la vida de esas gentes, sufrientes pero felices, que son los profesionales de la restauración.

lunes, 14 de febrero de 2011

Cocina con adjetivos


La cocina, como dice un amigo cocinero, se divide en dos: la que está buena y la que no lo está. Más allá de esta lindeza está el piélago proceloso de las definiciones, las etiquetas, los argumentos de venta, los encasillamientos, las audacias o las verdades como puños que se emplean para definir el trabajo culinario de los profesionales del gremio.
Desde que los franceses pusieron en su sitio al arte coquinario se vienen manejando en el mundillo gastronómico algunas convenciones muy útiles para, al menos, saber a dónde va uno a gastarse los dineros y, lo más importante, en qué. Pero aquello de la cocina de mercado que con acierto predicaba el maestro Bocuse ha quedado un poco obsoleto en estos tiempos en los que lo culinario baila al son de la cocina de fusión, de la molecular o de la tecnoemocional de la que hablaba Pau Arenós.
Ya no es suficiente con saber que, por poner un ejemplo,  un restaurante ofrece a sus clientes alta cocina. ¿De vanguardia?, ¿de autor?, ¿alta cocina regional? ¿de fusión mediterráneo-oriental? Seleccionar de entre la variada oferta que hay en el panorama gastronómico puede convertirse en un ejercicio arriesgado para el neófito.
 Y si bien es cierto que es responsabilidad del cocinero hacer un pequeño autorretrato a la hora de definir su propuesta, no lo es menos que son los profesionales de la información los que tienen la clave para darlas a entender.
Pero por encima de todo ha de primar la amplitud de miras. No se puede definir a Andoni Luis Adúriz sólo como un cocinero de vanguardia. Él mismo ha llegado a definir su cocina como “la cocina de las palabras”. ¿Cómo se come esto?, se pregunta el público de a pie, ese que no entiende que un menú en un restaurante pueda costar 200 euros.
Esa es la labor del profesional del periodismo gastronómico. Definir, acotar, explicar, ampliar, ilustrar.
Y en los tiempos que corren, los del hipertexto, los de la complementariedad, la profesión periodística es depositaria de esta incipiente necesidad. Con claridad y con adorno, con precisión y con literatura.
Eso sí, con honestidad y sin pretensiones elitistas, sin esnobismos de salón que enmascaren malas prácticas y que lleven al consumidor a navegar a lomos de la tendencia pretendida y  acabe dándoselas de bruces contra la auténtica espuma de humo.
La cocina con adjetivos es posible.

martes, 1 de febrero de 2011

Un paseo por la historia y vida del Mercado de San Miguel

El Mercado de San Miguel parece un mercado Pero es algo más. O por lo menos algo más de lo que todo el mundo entiende por un mercado. En él, la historia y la cultura caminan de la mano de la gastronomía. Recorren un espacio en el que la mesa está puesta siempre, siempre dispuesta para regalar a los sentidos con una experiencia que los transporta por todos los recovecos que depara el placer de comer.

ul mercado es una plaza pública donde se compran y venden mercancías. En sentido estricto, el de San Miguel no desdice esta definición. Pero entrar en su espacio es entrar en un lugar en el que cualquier sibarita se relamería de gusto con sólo echar un vistazo. Allí, al lado de la castiza Plaza Mayor, en pleno Madrid de los Austrias, aguarda al viajero un rincón para disfrutar. Parada y fonda para el turista, referencia obligada para los más modernos y un lujo para los golosos, el Mercado de San Miguel es, sin duda, mucho más que un mercado.

Un mercado con solera

En el lugar sobre el que se levantan sus elegantes columnas de hierro hubo, allá por el siglo XIII, una iglesia, la de San Miguel de los Octoes. Cuentan las crónicas de la época que, tras haber sido el templo destruido por las llamas, no tardaron los comerciantes de la zona en ocupar con sus puestos el espacio que había quedado en su lugar. No se imaginaban entonces que eran anónimos fundadores del que más tarde se conocería como Mercado de San Miguel. La plaza estaba situada en el centro neurálgico de Madrid y en ella confluían arrieros, vendedores de bacalao, manolos y manolas y todo el paisanaje que tan bien retrató Mesonero Romanos en sus escritos.

Las nuevas ideas que venían de Francia traían aires de renovación y poco a poco se empezaron a construir en la ciudad mercados cubiertos. El hierro era el nuevo material en el que los arquitectos habían puesto sus ojos. Los tiempos cambiaban y las ciudades se iban reordenando. La luz, el orden, la higiene como conceptos arquitectónicos venían a instalarse también en la capital de España y no tardaron en construirse los primeros mercados con estructuras metálicas, como el de la Cebada. El de san Miguel vio la luz en los primeros años del siglo XX.

En 1916 Madrid contaba ya con un nuevo mercado. Su construcción le daba unos aires de modernidad que siempre contrastaron con el entorno en el que se ubica. Al lado de la plaza Mayor, cerca del Arco de Cuchilleros, el madrileño se maravilla desde entonces con la impecable obra del arquitecto Alfonso Dubé.


A pesar de la magnitud de la obra acometida, los azares de la historia llevaron poco a poco a la lonja a caer en el olvido. Aunque siempre ha estado ahí, a finales del siglo que la vio nacer apenas cumplía la función para que se concibió: ser plaza de abastos. Gracias a la asociación de empresarios “El gastrónomo de San Miguel” el mercado pasa por un nuevo, y luminoso, proceso de transformación para convertirse en lo que es hoy. No sólo un mercado, sino un mercado con algo más.


De todo como en botica

A lo largo de sus pasillos se reparten 33 puestos en los que todo tipo de mercaderías compiten por atraer la atención del visitante. Ostras, vinos finos, sushi, panes artesanos, libros de gastronomía, pastas italianas, caviar, trufas, tapas…


Hay de todo, pero cada producto sólo se puede encontrar en un puesto concreto. Esta seña de identidad transluce hasta qué punto llega el compromiso del mercado con la gastronomía. Un compromiso que pretende consolidar al ingrediente como el verdadero protagonista de la fiesta de comer.

El visitante que acude al Mercado de San Miguel lo hace por diversas razones. La principal es saber que va a encontrar en sus mostradores ejemplos de los más prodigiosos géneros y aliños para sus guisos. Pero también lo hace para saborear in situ cualquiera de esos mismos géneros que podría llevar a casa.

Su espacio central se ha destinado a la degustación de todas las exquisiteces que se ofertan en ella. Y es allí donde de verdad se puede calar el espíritu que lo impregna.

Cualquiera puede hacerse con un par de copas de manzanilla sanluqueña y acompañarlas con una tapa de jamón de bellota o un plato de cañaíllas mientras asiste al gran espectáculo que se representa en un mercado durante todo el día. Recorriendo los puestos o disfrutando de una cerveza en cualquiera de sus barras, uno se da cuenta de cómo es la vida del tendero, el trajín del trasiego de las cajas llenas de frutas, el aroma de los panes… desde dentro, desde el corazón. No se equivocaba Zola al titular “El vientre de París” su novela sobre el mercado parisino de les Halles, construcción en la que, además, se inspiró la estructura de esta lonja madrileña

Por eso el Mercado de San Miguel es más que un mercado. Es una feria permanente de la gastronomía, y por ello no sólo acuden a él los amos y las amas de casa del barrio a hacer la compra del día. Se consolida día a día como referente turístico, una pausa obligada para el viajero que transita el centro de Madrid.

Y una excusa fácil para el gourmet que disfruta tanto con las viandas como con la grata experiencia de compartirlas allá donde se expenden.

Un paseo por la gastronomía



Este no es un mercado al uso. Se podría denominar un mercado gourmet. Incluso se podría hablar de mercado multidisciplinar, en el que lo mismo se pueden comer ostras de la Normandía que asistir a catas y demostraciones. En él tienen hueco profesionales de la restauración, curiosos, turistas, expertos y clientes. Los servicios ofertados son diversos y para todos los gustos.

El amante de los vinos encontrará satisfechas sus necesidades. El mercado cuenta con un puesto en el que se despachan vinos generosos, el champagne y el cava están presentes en todas sus barras y tiene al alcance todas las D.O. españolas sin moverse del sitio. Incluso hay una empresa dedicada a la guarda de vinos.

El aficionado a los sabores marinos podrá elegir entre el sushi o el bacalao, el marisco gallego o los productos del mar provenientes de la pesca sostenible que se le ofrecen. Las chacinas y las salazones también ocupan su lugar. Aquel visitante que se quiera regalar un aperitivo ilustrado podrá dibujar la combinación que prefiera, en la que no podrán faltar los encurtidos, el jamón de bellota o las diversas tapas que se ofrecen en la media docena de bares que hay a su disposición.

Aquellos que estén más interesados en los entresijos del mundo de la gastronomía tienen a su disposición una librería especializada e incluso una tienda de menaje en la que comprar los útiles necesarios para preparar los ingredientes que se acaban de comprar.

Pan artesano, una gama de quesos tan variada como fragante, frutas, setas, flores, pasta fresca, trufas, caviar… la oferta es diversa. Es indudable que el Mercado de San Miguel ha encontrado su hueco en la oferta gastronómica de la capital. Su versatilidad es una baza importante a la hora de atraer al público. Un público que recorre un espacio donde se respira el ambiente distendido de una gran tasca a la vez que permite a los ojos recrearse en cada detalle. Y al olfato regalarse con los aromas de los quesos o los panes. Todos los sentidos tienen su recompensa cuando se atraviesan sus puertas.

El tiempo pasa despacio en el Mercado de San Miguel. La única preocupación que cabe en la mente del que lo visita es decidir si tomará unos mejillones recién abiertos o se decantará por los berberechos. ¿Una copa de cava? ¿Quizá algo de caviar? Un rato de charla a pie de barra, compras interesantes, cultura gastronómica, un paseo por sabores y aromas, un sinfín de sugerencias para el curioso, género de excepción, tenderos atentos y maestros en lo suyo....

Al Mercado de San Miguel uno no va sólo al mercado.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

ENTREVISTA A ANDRÉS MADRIGAL. Septiembre 2009.

EL PISTO.Programa radiofónico "Más que postres" (COPE VALDEORRAS)

EL ACEITE DE OLIVA.Programa radiofónico "Más que postres" (COPE VALDEORRAS)

EL GAZPACHO. Programa radiofónico "Más que postres" (COPE VALDEORRAS)

EL AJO. Programa radiofónico "Más que postres" (COPE VALDEORRAS)

EL BACALAO. Programa radiofónico "Más que postres" (COPE VALDEORRAS)

EL FOIE GRAS. Programa radiofónico "Más que postres" (COPE VALDEORRAS)

LA CASQUERÍA. Programa radiofónico "Más que postres" (COPE VALDEORRAS)

LAS TORRIJAS. Programa radiofónico "Más que postres" (COPE VALDEORRAS)

EL ARROZ. Programa radiofónico "Más que postres", COPE VALDEORRAS.


jueves, 25 de marzo de 2010

GAUCHOS ASANDO MERLUZAS

El precio de la carne en Argentina  ha subido un 40% desde comienzos de año. Los expertos aseguran que el problema se debe a un déficit importante en la cabaña bovina. Faltan vacas en una nación donde el promedio de consumo anual de carne es de 73 kgs. por persona. Es difícil de comprender como el país con un sector cárnico que ha sido de los más sólidos del mundo haya llegado a estos extremos.

Para evitar que la escalada de precios termine por impedir a los argentinos disfrutar de su tradicional asado, el gobierno ha orquestado una campaña de fomento de consumo de carne de pescado, pollo y cerdo. La presidenta Fernández de Kirchner se ha lanzado a la calle a promocionar la merluza austral como solución a la grave crisis interna que vive la industria alimentaria del país. Incluso ha afirmado que la carne de porcino tiene “virtudes afrodisíacas”. Pretende así paliar los efectos de una gestión política que, en los últimos cinco años ha llevado al sector ganadero a una situación difícil. La cabaña bovina se ha reducido un tercio con respecto al año anterior. El kilo de carne para el asado de tira está por encima de los cinco euros, casi el doble de su precio habitual. En la mente de muchos esta el recuerdo de las medidas que Néstor Kirchner, ex-presidente de la República, adoptó en el año 2005.

En ese año Kirchner decide cerrar las exportaciones de novillo argentino para limitar las subidas de su  precio en el mercado interno. Las exportaciones disminuyeron un 30% entre 2005 y 2008. La intención del presidente era garantizar a la nación su ración diaria de carne, en lo que se podría considerar un remedo de la vieja máxima romana “panem et circenses”. Kirchner lo consiguió a costa de que los ganaderos sufrieran las consecuencias. Muchos de ellos se vieron obligados a sacrificar parte de la cabaña para poder dedicar sus campos a actividades más rentables. Una de ellas, quizá la más rentable de todas, es el cultivo de soja transgénica.

La industria ganadera ha cedido ante el imperio de la soja. Se prevé que la cosecha para la campaña 2010 sea de unos 52 millones de toneladas, frente a los 2,4 millones de toneladas de producción cárnica estimados. La práctica totalidad de la soja será importada por países del llamado primer mundo. Es sabido que estos cultivos son fomentados por los países desarrollados, interesados en la adquisición de las cosechas pero no en albergarlas en sus tierras. El primer mundo emplea sus recursos en producir alimentos para su propio consumo y los países empobrecidos dedican sus campos a producir para exportar al mundo desarrollado. La soberanía alimentaria, que ha permitido la subsistencia de países como Argentina, cede ante el poder de las grandes compañías. Con Monsanto a la cabeza, son auténticos monopolios del cultivo de transgénicos. Hay un cierto aire neo-colonial en todo este proceso de “sojización”, como apunta el argentino Alberto J. Lapolla desde Rebelion.org. ¿Necesita Argentina toda la cantidad de soja que se cultiva en sus tierras? ¿Es el cultivo de soja transgénica la solución para los problemas del país? ¿O es la soja la responsable? Es paradójico que el mayor consumidor de carne del mundo se quede sin ganado mientras que tiene sembrada más de la mitad de su extensión con un producto que no consume.

La realidad es que los precios de la carne siguen su ascenso, a pesar de iniciativas como la de la presidenta, a quien parece habérsele olvidado que los caladeros de merluza austral también están por debajo de los niveles óptimos de explotación. Quizá esté más preocupada por intentar evitar los costes políticos de la mala gestión agropecuaria de su gobierno. Desde la Casa Rosada se culpa a los ganaderos de querer mantener sus cabañas en el campo, para que engorden y sean más rentables. Los ganaderos están indignados. Ven como se les restringe la posibilidad de generar negocio a escala internacional y asisten al deterioro de uno de los símbolos nacionales: el novillo argentino.

Decía el periodista bonaerense Horacio Vázquez Rial que “la Argentina puede desaparecer en cualquier momento”. De momento tendrán que preocuparse por la desaparición del clásico asadito de los domingos. Igual van a tener que asar merluzas.

martes, 9 de marzo de 2010

Algas que nutren

La comunidad científica ha expresado su alarma por la sobreexplotación pesquera. Los vertidos tóxicos y la extinción de especies marinas son temas que preocupan al hombre, responsable de la degradación de la flora y fauna marina. 
 
El mercado busca soluciones en el mismo lugar en el que se produce el impacto. El volumen de las inversiones de las grandes compañías petroleras en el campo de la cría de algas marinas destinadas a producir biocombustibles crece de manera exponencial. De forma paradójica, estas mismas empresas han provocado la contaminación actual de los mares. Ahora, cuando las reservas de combustible fósil están a punto de agotarse, vuelven la cara al océano, dispuestas a continuar la explotación. Buscan nuevos beneficios económicos a costa de establecer un nuevo monopolio en la explotación de un recurso natural presente en todos los mares y al alcance de todos. Los gastos en investigación biotecnológica, basada en las posibilidades ofrecidas por las maquinarias celulares de las algas, son elevados, y las grandes transnacionales no están dispuestas a compartir su saber para un reparto más equitativo de las oportunidades de progreso. Perpetúan así estructuras de poder que privan a los más desfavorecidos de nuevas oportunidades de desarrollo real. 

 
La FAO señalaba hace unos años las posibilidades de mejora económica para los países empobrecidos con la acuicultura de las algas. Si se implementan programas de desarrollo adecuados, las economías locales de las zonas costeras más deprimidas pueden encontrar en ellas un recurso en el que apoyar su crecimiento. Para establecer empresas de recolección y procesado de ciertas especies, como el alga kelp, no se precisa una elevada inversión inicial. Su utilización en la producción de piensos, fertilizantes y harinas de uso alimentario puede jugar un papel decisivo  en la reactivación de los flujos económicos a pequeña escala si se estimula a los pequeños empresarios y se les capacita técnicamente para trabajar en este campo.

 
El dato más relevante acerca de las algas es que se pueden comer. De las 25.000 especies de algas, 50 son aptas para el consumo. El ser humano las ha comido desde siempre: hay documentos que prueban su presencia en las mesas chinas del siglo VI a. C. Su aceptación como ingrediente obedece a cuestiones culturales, pero no se deben de menospreciar sus cualidades nutritivas. Las algas son muy ricas en minerales y proteínas. El siglo XXI no ha desterrado aún la grave realidad del hambre y las algas no van a solucionar el problema, pero se debería valorar el papel decisivo que pueden tener en la lucha contra la malnutrición. Mujeres embarazadas y niños podrían beneficiarse de esta nueva tecnología. 

 
Los organismos internacionales tienen la oportunidad de trabajar para hacer posible el acceso barato a este recurso si fomentan políticas de I+D en el sector en países empobrecidos. Si instituciones como la FAO o la OMS menoscaban las posibilidades de las algas, serán las grandes compañías las únicas que se que sirvan de sus ricas propiedades. Los mares, acorralados por el hombre y generosos a la vez, parecen tener una respuesta flotando en sus aguas. Es necesario recogerla. 

 
En los países occidentales, las algas se cultivan para satisfacer la industria alimentaria. Sus propiedades permiten la producción de cosméticos y fármacos; se emplean, entre otras aplicaciones, como suplementos dietéticos y en la industria de las gomas industriales. Se investiga para optimizar la obtención de biocombustibles mediante su procesado. Por su particular morfología tienen la capacidad  de tolerar la retención de metales pesados, tóxicos, en su organismo. Así contribuyen a eliminarlos de las aguas. Expiran una gran cantidad de oxígeno, muy beneficiosa para la atmósfera, y el aporte de insumos para su cría es mínimo. Muchas ventajas que aún no todos podemos disfrutar.

viernes, 26 de febrero de 2010

Jamonerías

Bueno, pues resulta que China está produciendo jamón. Seguro que hay ya algunos que se echan las manos a la cabeza, apelan a las penas por herejía y ya cargan con sal sus cartuchos de escarmentar. Almas de cántaro, ¿y a quién le extraña? Y eso que los jamones no vienen de Bulgaria o Rumanía porque allí, a pesar de que cerdos sí hay,  no hay infraestructura que si no.... Los chinos se han puesto a matar, salar, secar y curar. No es sorprendente. ¿Hay algo que no hayan conseguido copiar con éxito? ¿Se acabará el imperio de la bellota? Lo que está claro es que se terminó la burbuja jamonera que alguno denunciaba en meses pasados. 

Ahora toca un pan de payes torraet con un ajo frotadito, un par de cucharadas de tomaquet y unas finas lonjas de jamón chino. Cerrar los ojos y comprobar el resultado. ¿Es el fin del monopolio? Verán uds. cuando se pongan a semprar de esporas de trufa los carrascales de Sechuán o le pillen el truco a la angula. 

El amigo Zedong estaría encantado de ver como llega la fase culinaria de la revolución cultural. 

"Arriba parias de la tierra, en pie, que nos queda un buen jamón".

Delirantes infiltraciones del mercado, que como la buena grasa del cochino, busca su hueco entre las magras...

lunes, 8 de febrero de 2010

Una visión crítica del asunto

LUJO Y EXCRECIÓN DEL SISTEMA

Se ha celebrado en Madrid, como todos sabemos, el congreso gastronómico internacional Madrid Fusión 2010. En la edición de este año se ha dado la noticia de que el restaurante El Bulli va a cerrar durante dos años para volver a abrir sus puertas en el año 2014. Su chef-director es Ferran Adrià, cocinero de vanguardia reconocido por la crítica mundial como uno de los mejores. La noticia ha ocupado primeras páginas y ha causado estupor entre  audiencias gastrófilas, al tiempo que indignación en otros foros: ¿es la alta gastronomía una frivolidad?

El modelo de negocio practicado por Adrià ha sido objeto de estudio por parte de diferentes agentes del sector de la comunicación. Lejos de capitalizar su actividad sólo en un restaurante, la marca  Bulli está diversificada y participa de toda la actividad económica que generan los diferentes nichos de mercado relativos a la industria alimentaria y hostelera, implementada con el valor gastronómico que le añade el sello del autor. La marca está consolidada y funciona a la perfección en sentido corporativo. Ahora El Bulli cierra y, mediante un golpe maestro de mercadotecnia, se garantiza dos años más de protagonismo e incertidumbre para el mercado. Pero ¿para qué mercado?

Una cena en El Bulli puede costar, para dos personas, una media de 700 euros. El precio de la trufa blanca de la región piamontesa de Alba se  valora entre 3.000 y  4.000 $/kg., según temporada. Las angulas se cotizan a 1.000 euros el kilo y los percebes   están en torno a los 250/300 euros el kilo. Una botella de vino tinto Domaine de La Romanee Conti (Grand Cru) del año 1999 puede elevar la minuta de un restaurante en 5.000 euros. Un kilo de guisantes lágrima del Maresme catalán ronda los 250 o 300 euros el kilo y un solomillo de buey de la raza Wagyu, si se ha criado en la prefectura japonesa de Kobe, cuesta en el mercado unos 300 euros/kg.  Un kilo de caviar beluga, 3000 euros. ¿Qué sector del mercado se puede permitir comprar estos productos?

El sistema capitalista neoliberal excreta aberraciones de diferente tipo y gravedad. Hambrunas que conviven con la  destrucción de excedentes de alimentos; crisis económicas, generadas por estructuras financieras en las que, cuando hay riesgo de colapso, revierten capitales en concepto de  ayudas del sistema,  perpetúan su naturaleza cíclica al servicio de las corporaciones internacionales; presupuestos armamentísticos de cuantías equivalentes al PIB de muchos países del planeta. 

Estas son algunas de las más graves, pero existen otras en las que la aparente fatuidad de su naturaleza parece restarles capacidad emética. Una de ellas es la consideración del valor lujo como un intangible añadido a aquellos productos, bienes o servicios que están sólo al alcance de unos pocos y cuya adscripción apareja una condición manifiesta de superioridad, que refrenda la opinión  pública obnubilada por palabras satélite del universo del lujo,  como “glamour”, que refieren al imaginario elitista de  esquemas post-versallescos y pseudofeudales. 

En la alta gastronomía el lujo es un valor prevalente e intrínseco al resultado ofrecido. Los grandes comedores altoburgueses han cambiado las lámparas de araña decimonónicas por la decoración minimal o el barroquismo de los diseños de Philippe Starck pero los precios de las materias primas y de los recursos materiales derivados de  las necesidades estructurales de los establecimientos de restauración de lujo, sin entrar a considerar el valor simbólico  del que hablaba Baudrillard, hacen de la alta gastronomía un contravalor al reducir la universalidad  de acceso a  sus excelencias.

Este valor simbólico se recarga de sustancia y dineros cuando el que oficia es  un cocinero genial y renacentista, de remedos leonardescos y avanzadilla de la creación gastronómica multidisciplinar, cuando conseguir una mesa en su restaurante es poco menos que imposible y cuando una cena allí se ha convertido en rito de paso de la élite cultural burguesa.  Entonces “comer de lujo” se  convierte en accesible sólo para aquellos con suficientes recursos económicos para permitirse pagar lo que ya no es gastronomía sino una experiencia integral más allá de los sentidos. Y al limitarse a unos pocos, se despoja a la cultura culinaria secular, aprendida alrededor del focolare milenario, de sus señas de identidad populares, transidas ya en excreción de la sociedad del lucro y la exclusión en que se ha convertido la humanidad.

lunes, 1 de febrero de 2010

Madrid Fusión 2010, una pléyade de gastrónomos, gastrófilos, gastrocómicos, gourmands, gourmets de postín, farsantes, maestros,  cocineros de 0 a 80 años, gerentes de nudo windsor, azafatas neumáticas servidas con lazo rojo, la élite de la crítica gastronómica y la crema de la intelectualidad culinaria,  algún gastrólogo, gastrósofos varios, gastrónimos, gastrócratas, gastrófagos, gastrólatras, gastrómanos, gastrópteros volando de plato de jamón a copas de vinos varios,  gastrodemócratas y hasta gastrófobos. Todo preparado para que de comienzo la fiesta. Y, de repente, la noticia estrella que absorbe la atención de todos: Ferran Adriá se toma un respiro. El Bulli cierra dos años.

Bien es cierto que  de no tomar esta decisión, si no para de una vez, el sr. Adriá acabará siendo el primer gastromártir nacional, muerto por asfixia tras una larga agonía de hiperactividad y desquiciamiento cocineril con frentes abiertos en mil batallas y el cerebro siempre a mil por hora. No olviden que en Francia tienen algún suicidado por culpa de la re coquinaria,  y  todo en nombre del puchero y del borbotón. De ahí su llamada al interior, su necesidad de reflexión, su pararse a pensar. Sus vacaciones y la necesidad de normalizar la vida, de “tener una vida”, al margen del ritmo apisonador del quehacer diario de un hombre que no para. La polémica decisión del mejor cocinero del mundo ha puesto en solfa al mundillo. Y ha soliviantado al resto. Ha sido portada de periódicos y noticiarios. Perejil de todas las salsas.  Hasta Juan José Millás le dedica en El País un suculento artículo a ese lugar, en apariencia remoto y marciano, Cala Montjoi, en Roses, donde se encuentra El Bulli, el lugar al que todo el mundo quiere ir.

Es cierto que prácticamente ninguno de nosotros va a ir a El Bulli no-a-comer, porque allí en realidad no se va a  comer, sino a vivir una experiencia un tanto, cuando menos, peculiar, que algunos, los más avezados, no dudan en equiparar con un  rito de paso de la postmodernidad. Es indignante que acudir a un restaurante pueda suponer un desembolso cuya magnitud pueda producir alguna arcada. Más indignante es el modelo de consumo que practicamos y cuya excrecencia, una de ellas, es lujo para unos y miseria para el resto. Hay que estar podrido de dinero para disfrutar de las cosas que la sociedad ha  decidido  que son "de luxe", un Van Gogh o un hotel de treinta estrellas en un emirato lejano. Entonces se levanta el clamor popular y, ante el miedo a lo ignoto, la diatriba fundamentada en el desconocimiento.

El trabajo que hay detrás del universo Bulli es algo que, por ser la  naturaleza de su objeto aparentemente fatua (no olvidemos que cocinar es trabajar para el placer, y el placer, la ebriedad y el goce son algo que nunca ha dejado de inquietar a unos mientras napaba de gusto a otros) se minusvalora, hasta se ridiculiza, quizás porque no se entiende o porque no está al alcance de todos imaginar y valorar el esfuerzo humano, el desarrollo artístico y la meticulosidad científica que hay entre  bambalinas. Es difícil comprender el ser-en-sí sartreano  de un engranaje cuya piel efímera abriga apenas por unas horas a un selecto club de elegidos. La Historia muestra una realidad, perpetuada hoy, en la que son sólo unos pocos los que disfrutan de las cosas de las que todos los demás también quieren disfrutar.

Debajo de las faldas de este sistema caduco y excluyente el laboratorio Bulli no va a permanecer de mandiles cruzados. Serán dos años de reflexión acerca del modelo de negocio de este  restaurante de vanguardia, que moviliza durante seis meses al año a más de cincuenta cocineros que ofrecen un único servicio diario a unas cincuenta personas y cuya viabilidad es, con descaro, imposible. Se mantendrán las señas de identidad del equipo: la investigación incesante y una concienzuda labor de exploración de horizontes. Adriá trasciende la gastronomía y la eleva a categorías epistemológicas reservadas, casi con exclusividad, a disciplinas científicas. La vanguardia artística se rinde ante él. La obra, casi enciclopédica, que reúne todo el conocimiento adquirido tras años de experimentación con los alimentos, las sensaciones, los sabores y la gastroemoción, es un referente para generaciones futuras de cocineros, investigadores, artistas, diseñadores. La creación de Adriá es transversal, multidisciplinar. Ahora queda abierto el juego de adivinar qué es lo que vendrá después. Y queda esperar que todo lo aprendido pase a formar parte del acervo popular. El pop también fue vanguardia.  Y Adriá, no me lo nieguen, es un poco pop, como Mozart también lo fue, adelantándose a su tiempo.