lunes, 14 de febrero de 2011

Cocina con adjetivos


La cocina, como dice un amigo cocinero, se divide en dos: la que está buena y la que no lo está. Más allá de esta lindeza está el piélago proceloso de las definiciones, las etiquetas, los argumentos de venta, los encasillamientos, las audacias o las verdades como puños que se emplean para definir el trabajo culinario de los profesionales del gremio.
Desde que los franceses pusieron en su sitio al arte coquinario se vienen manejando en el mundillo gastronómico algunas convenciones muy útiles para, al menos, saber a dónde va uno a gastarse los dineros y, lo más importante, en qué. Pero aquello de la cocina de mercado que con acierto predicaba el maestro Bocuse ha quedado un poco obsoleto en estos tiempos en los que lo culinario baila al son de la cocina de fusión, de la molecular o de la tecnoemocional de la que hablaba Pau Arenós.
Ya no es suficiente con saber que, por poner un ejemplo,  un restaurante ofrece a sus clientes alta cocina. ¿De vanguardia?, ¿de autor?, ¿alta cocina regional? ¿de fusión mediterráneo-oriental? Seleccionar de entre la variada oferta que hay en el panorama gastronómico puede convertirse en un ejercicio arriesgado para el neófito.
 Y si bien es cierto que es responsabilidad del cocinero hacer un pequeño autorretrato a la hora de definir su propuesta, no lo es menos que son los profesionales de la información los que tienen la clave para darlas a entender.
Pero por encima de todo ha de primar la amplitud de miras. No se puede definir a Andoni Luis Adúriz sólo como un cocinero de vanguardia. Él mismo ha llegado a definir su cocina como “la cocina de las palabras”. ¿Cómo se come esto?, se pregunta el público de a pie, ese que no entiende que un menú en un restaurante pueda costar 200 euros.
Esa es la labor del profesional del periodismo gastronómico. Definir, acotar, explicar, ampliar, ilustrar.
Y en los tiempos que corren, los del hipertexto, los de la complementariedad, la profesión periodística es depositaria de esta incipiente necesidad. Con claridad y con adorno, con precisión y con literatura.
Eso sí, con honestidad y sin pretensiones elitistas, sin esnobismos de salón que enmascaren malas prácticas y que lleven al consumidor a navegar a lomos de la tendencia pretendida y  acabe dándoselas de bruces contra la auténtica espuma de humo.
La cocina con adjetivos es posible.

martes, 1 de febrero de 2011

Un paseo por la historia y vida del Mercado de San Miguel

El Mercado de San Miguel parece un mercado Pero es algo más. O por lo menos algo más de lo que todo el mundo entiende por un mercado. En él, la historia y la cultura caminan de la mano de la gastronomía. Recorren un espacio en el que la mesa está puesta siempre, siempre dispuesta para regalar a los sentidos con una experiencia que los transporta por todos los recovecos que depara el placer de comer.

ul mercado es una plaza pública donde se compran y venden mercancías. En sentido estricto, el de San Miguel no desdice esta definición. Pero entrar en su espacio es entrar en un lugar en el que cualquier sibarita se relamería de gusto con sólo echar un vistazo. Allí, al lado de la castiza Plaza Mayor, en pleno Madrid de los Austrias, aguarda al viajero un rincón para disfrutar. Parada y fonda para el turista, referencia obligada para los más modernos y un lujo para los golosos, el Mercado de San Miguel es, sin duda, mucho más que un mercado.

Un mercado con solera

En el lugar sobre el que se levantan sus elegantes columnas de hierro hubo, allá por el siglo XIII, una iglesia, la de San Miguel de los Octoes. Cuentan las crónicas de la época que, tras haber sido el templo destruido por las llamas, no tardaron los comerciantes de la zona en ocupar con sus puestos el espacio que había quedado en su lugar. No se imaginaban entonces que eran anónimos fundadores del que más tarde se conocería como Mercado de San Miguel. La plaza estaba situada en el centro neurálgico de Madrid y en ella confluían arrieros, vendedores de bacalao, manolos y manolas y todo el paisanaje que tan bien retrató Mesonero Romanos en sus escritos.

Las nuevas ideas que venían de Francia traían aires de renovación y poco a poco se empezaron a construir en la ciudad mercados cubiertos. El hierro era el nuevo material en el que los arquitectos habían puesto sus ojos. Los tiempos cambiaban y las ciudades se iban reordenando. La luz, el orden, la higiene como conceptos arquitectónicos venían a instalarse también en la capital de España y no tardaron en construirse los primeros mercados con estructuras metálicas, como el de la Cebada. El de san Miguel vio la luz en los primeros años del siglo XX.

En 1916 Madrid contaba ya con un nuevo mercado. Su construcción le daba unos aires de modernidad que siempre contrastaron con el entorno en el que se ubica. Al lado de la plaza Mayor, cerca del Arco de Cuchilleros, el madrileño se maravilla desde entonces con la impecable obra del arquitecto Alfonso Dubé.


A pesar de la magnitud de la obra acometida, los azares de la historia llevaron poco a poco a la lonja a caer en el olvido. Aunque siempre ha estado ahí, a finales del siglo que la vio nacer apenas cumplía la función para que se concibió: ser plaza de abastos. Gracias a la asociación de empresarios “El gastrónomo de San Miguel” el mercado pasa por un nuevo, y luminoso, proceso de transformación para convertirse en lo que es hoy. No sólo un mercado, sino un mercado con algo más.


De todo como en botica

A lo largo de sus pasillos se reparten 33 puestos en los que todo tipo de mercaderías compiten por atraer la atención del visitante. Ostras, vinos finos, sushi, panes artesanos, libros de gastronomía, pastas italianas, caviar, trufas, tapas…


Hay de todo, pero cada producto sólo se puede encontrar en un puesto concreto. Esta seña de identidad transluce hasta qué punto llega el compromiso del mercado con la gastronomía. Un compromiso que pretende consolidar al ingrediente como el verdadero protagonista de la fiesta de comer.

El visitante que acude al Mercado de San Miguel lo hace por diversas razones. La principal es saber que va a encontrar en sus mostradores ejemplos de los más prodigiosos géneros y aliños para sus guisos. Pero también lo hace para saborear in situ cualquiera de esos mismos géneros que podría llevar a casa.

Su espacio central se ha destinado a la degustación de todas las exquisiteces que se ofertan en ella. Y es allí donde de verdad se puede calar el espíritu que lo impregna.

Cualquiera puede hacerse con un par de copas de manzanilla sanluqueña y acompañarlas con una tapa de jamón de bellota o un plato de cañaíllas mientras asiste al gran espectáculo que se representa en un mercado durante todo el día. Recorriendo los puestos o disfrutando de una cerveza en cualquiera de sus barras, uno se da cuenta de cómo es la vida del tendero, el trajín del trasiego de las cajas llenas de frutas, el aroma de los panes… desde dentro, desde el corazón. No se equivocaba Zola al titular “El vientre de París” su novela sobre el mercado parisino de les Halles, construcción en la que, además, se inspiró la estructura de esta lonja madrileña

Por eso el Mercado de San Miguel es más que un mercado. Es una feria permanente de la gastronomía, y por ello no sólo acuden a él los amos y las amas de casa del barrio a hacer la compra del día. Se consolida día a día como referente turístico, una pausa obligada para el viajero que transita el centro de Madrid.

Y una excusa fácil para el gourmet que disfruta tanto con las viandas como con la grata experiencia de compartirlas allá donde se expenden.

Un paseo por la gastronomía



Este no es un mercado al uso. Se podría denominar un mercado gourmet. Incluso se podría hablar de mercado multidisciplinar, en el que lo mismo se pueden comer ostras de la Normandía que asistir a catas y demostraciones. En él tienen hueco profesionales de la restauración, curiosos, turistas, expertos y clientes. Los servicios ofertados son diversos y para todos los gustos.

El amante de los vinos encontrará satisfechas sus necesidades. El mercado cuenta con un puesto en el que se despachan vinos generosos, el champagne y el cava están presentes en todas sus barras y tiene al alcance todas las D.O. españolas sin moverse del sitio. Incluso hay una empresa dedicada a la guarda de vinos.

El aficionado a los sabores marinos podrá elegir entre el sushi o el bacalao, el marisco gallego o los productos del mar provenientes de la pesca sostenible que se le ofrecen. Las chacinas y las salazones también ocupan su lugar. Aquel visitante que se quiera regalar un aperitivo ilustrado podrá dibujar la combinación que prefiera, en la que no podrán faltar los encurtidos, el jamón de bellota o las diversas tapas que se ofrecen en la media docena de bares que hay a su disposición.

Aquellos que estén más interesados en los entresijos del mundo de la gastronomía tienen a su disposición una librería especializada e incluso una tienda de menaje en la que comprar los útiles necesarios para preparar los ingredientes que se acaban de comprar.

Pan artesano, una gama de quesos tan variada como fragante, frutas, setas, flores, pasta fresca, trufas, caviar… la oferta es diversa. Es indudable que el Mercado de San Miguel ha encontrado su hueco en la oferta gastronómica de la capital. Su versatilidad es una baza importante a la hora de atraer al público. Un público que recorre un espacio donde se respira el ambiente distendido de una gran tasca a la vez que permite a los ojos recrearse en cada detalle. Y al olfato regalarse con los aromas de los quesos o los panes. Todos los sentidos tienen su recompensa cuando se atraviesan sus puertas.

El tiempo pasa despacio en el Mercado de San Miguel. La única preocupación que cabe en la mente del que lo visita es decidir si tomará unos mejillones recién abiertos o se decantará por los berberechos. ¿Una copa de cava? ¿Quizá algo de caviar? Un rato de charla a pie de barra, compras interesantes, cultura gastronómica, un paseo por sabores y aromas, un sinfín de sugerencias para el curioso, género de excepción, tenderos atentos y maestros en lo suyo....

Al Mercado de San Miguel uno no va sólo al mercado.