viernes, 26 de febrero de 2010

Jamonerías

Bueno, pues resulta que China está produciendo jamón. Seguro que hay ya algunos que se echan las manos a la cabeza, apelan a las penas por herejía y ya cargan con sal sus cartuchos de escarmentar. Almas de cántaro, ¿y a quién le extraña? Y eso que los jamones no vienen de Bulgaria o Rumanía porque allí, a pesar de que cerdos sí hay,  no hay infraestructura que si no.... Los chinos se han puesto a matar, salar, secar y curar. No es sorprendente. ¿Hay algo que no hayan conseguido copiar con éxito? ¿Se acabará el imperio de la bellota? Lo que está claro es que se terminó la burbuja jamonera que alguno denunciaba en meses pasados. 

Ahora toca un pan de payes torraet con un ajo frotadito, un par de cucharadas de tomaquet y unas finas lonjas de jamón chino. Cerrar los ojos y comprobar el resultado. ¿Es el fin del monopolio? Verán uds. cuando se pongan a semprar de esporas de trufa los carrascales de Sechuán o le pillen el truco a la angula. 

El amigo Zedong estaría encantado de ver como llega la fase culinaria de la revolución cultural. 

"Arriba parias de la tierra, en pie, que nos queda un buen jamón".

Delirantes infiltraciones del mercado, que como la buena grasa del cochino, busca su hueco entre las magras...

lunes, 8 de febrero de 2010

Una visión crítica del asunto

LUJO Y EXCRECIÓN DEL SISTEMA

Se ha celebrado en Madrid, como todos sabemos, el congreso gastronómico internacional Madrid Fusión 2010. En la edición de este año se ha dado la noticia de que el restaurante El Bulli va a cerrar durante dos años para volver a abrir sus puertas en el año 2014. Su chef-director es Ferran Adrià, cocinero de vanguardia reconocido por la crítica mundial como uno de los mejores. La noticia ha ocupado primeras páginas y ha causado estupor entre  audiencias gastrófilas, al tiempo que indignación en otros foros: ¿es la alta gastronomía una frivolidad?

El modelo de negocio practicado por Adrià ha sido objeto de estudio por parte de diferentes agentes del sector de la comunicación. Lejos de capitalizar su actividad sólo en un restaurante, la marca  Bulli está diversificada y participa de toda la actividad económica que generan los diferentes nichos de mercado relativos a la industria alimentaria y hostelera, implementada con el valor gastronómico que le añade el sello del autor. La marca está consolidada y funciona a la perfección en sentido corporativo. Ahora El Bulli cierra y, mediante un golpe maestro de mercadotecnia, se garantiza dos años más de protagonismo e incertidumbre para el mercado. Pero ¿para qué mercado?

Una cena en El Bulli puede costar, para dos personas, una media de 700 euros. El precio de la trufa blanca de la región piamontesa de Alba se  valora entre 3.000 y  4.000 $/kg., según temporada. Las angulas se cotizan a 1.000 euros el kilo y los percebes   están en torno a los 250/300 euros el kilo. Una botella de vino tinto Domaine de La Romanee Conti (Grand Cru) del año 1999 puede elevar la minuta de un restaurante en 5.000 euros. Un kilo de guisantes lágrima del Maresme catalán ronda los 250 o 300 euros el kilo y un solomillo de buey de la raza Wagyu, si se ha criado en la prefectura japonesa de Kobe, cuesta en el mercado unos 300 euros/kg.  Un kilo de caviar beluga, 3000 euros. ¿Qué sector del mercado se puede permitir comprar estos productos?

El sistema capitalista neoliberal excreta aberraciones de diferente tipo y gravedad. Hambrunas que conviven con la  destrucción de excedentes de alimentos; crisis económicas, generadas por estructuras financieras en las que, cuando hay riesgo de colapso, revierten capitales en concepto de  ayudas del sistema,  perpetúan su naturaleza cíclica al servicio de las corporaciones internacionales; presupuestos armamentísticos de cuantías equivalentes al PIB de muchos países del planeta. 

Estas son algunas de las más graves, pero existen otras en las que la aparente fatuidad de su naturaleza parece restarles capacidad emética. Una de ellas es la consideración del valor lujo como un intangible añadido a aquellos productos, bienes o servicios que están sólo al alcance de unos pocos y cuya adscripción apareja una condición manifiesta de superioridad, que refrenda la opinión  pública obnubilada por palabras satélite del universo del lujo,  como “glamour”, que refieren al imaginario elitista de  esquemas post-versallescos y pseudofeudales. 

En la alta gastronomía el lujo es un valor prevalente e intrínseco al resultado ofrecido. Los grandes comedores altoburgueses han cambiado las lámparas de araña decimonónicas por la decoración minimal o el barroquismo de los diseños de Philippe Starck pero los precios de las materias primas y de los recursos materiales derivados de  las necesidades estructurales de los establecimientos de restauración de lujo, sin entrar a considerar el valor simbólico  del que hablaba Baudrillard, hacen de la alta gastronomía un contravalor al reducir la universalidad  de acceso a  sus excelencias.

Este valor simbólico se recarga de sustancia y dineros cuando el que oficia es  un cocinero genial y renacentista, de remedos leonardescos y avanzadilla de la creación gastronómica multidisciplinar, cuando conseguir una mesa en su restaurante es poco menos que imposible y cuando una cena allí se ha convertido en rito de paso de la élite cultural burguesa.  Entonces “comer de lujo” se  convierte en accesible sólo para aquellos con suficientes recursos económicos para permitirse pagar lo que ya no es gastronomía sino una experiencia integral más allá de los sentidos. Y al limitarse a unos pocos, se despoja a la cultura culinaria secular, aprendida alrededor del focolare milenario, de sus señas de identidad populares, transidas ya en excreción de la sociedad del lucro y la exclusión en que se ha convertido la humanidad.

lunes, 1 de febrero de 2010

Madrid Fusión 2010, una pléyade de gastrónomos, gastrófilos, gastrocómicos, gourmands, gourmets de postín, farsantes, maestros,  cocineros de 0 a 80 años, gerentes de nudo windsor, azafatas neumáticas servidas con lazo rojo, la élite de la crítica gastronómica y la crema de la intelectualidad culinaria,  algún gastrólogo, gastrósofos varios, gastrónimos, gastrócratas, gastrófagos, gastrólatras, gastrómanos, gastrópteros volando de plato de jamón a copas de vinos varios,  gastrodemócratas y hasta gastrófobos. Todo preparado para que de comienzo la fiesta. Y, de repente, la noticia estrella que absorbe la atención de todos: Ferran Adriá se toma un respiro. El Bulli cierra dos años.

Bien es cierto que  de no tomar esta decisión, si no para de una vez, el sr. Adriá acabará siendo el primer gastromártir nacional, muerto por asfixia tras una larga agonía de hiperactividad y desquiciamiento cocineril con frentes abiertos en mil batallas y el cerebro siempre a mil por hora. No olviden que en Francia tienen algún suicidado por culpa de la re coquinaria,  y  todo en nombre del puchero y del borbotón. De ahí su llamada al interior, su necesidad de reflexión, su pararse a pensar. Sus vacaciones y la necesidad de normalizar la vida, de “tener una vida”, al margen del ritmo apisonador del quehacer diario de un hombre que no para. La polémica decisión del mejor cocinero del mundo ha puesto en solfa al mundillo. Y ha soliviantado al resto. Ha sido portada de periódicos y noticiarios. Perejil de todas las salsas.  Hasta Juan José Millás le dedica en El País un suculento artículo a ese lugar, en apariencia remoto y marciano, Cala Montjoi, en Roses, donde se encuentra El Bulli, el lugar al que todo el mundo quiere ir.

Es cierto que prácticamente ninguno de nosotros va a ir a El Bulli no-a-comer, porque allí en realidad no se va a  comer, sino a vivir una experiencia un tanto, cuando menos, peculiar, que algunos, los más avezados, no dudan en equiparar con un  rito de paso de la postmodernidad. Es indignante que acudir a un restaurante pueda suponer un desembolso cuya magnitud pueda producir alguna arcada. Más indignante es el modelo de consumo que practicamos y cuya excrecencia, una de ellas, es lujo para unos y miseria para el resto. Hay que estar podrido de dinero para disfrutar de las cosas que la sociedad ha  decidido  que son "de luxe", un Van Gogh o un hotel de treinta estrellas en un emirato lejano. Entonces se levanta el clamor popular y, ante el miedo a lo ignoto, la diatriba fundamentada en el desconocimiento.

El trabajo que hay detrás del universo Bulli es algo que, por ser la  naturaleza de su objeto aparentemente fatua (no olvidemos que cocinar es trabajar para el placer, y el placer, la ebriedad y el goce son algo que nunca ha dejado de inquietar a unos mientras napaba de gusto a otros) se minusvalora, hasta se ridiculiza, quizás porque no se entiende o porque no está al alcance de todos imaginar y valorar el esfuerzo humano, el desarrollo artístico y la meticulosidad científica que hay entre  bambalinas. Es difícil comprender el ser-en-sí sartreano  de un engranaje cuya piel efímera abriga apenas por unas horas a un selecto club de elegidos. La Historia muestra una realidad, perpetuada hoy, en la que son sólo unos pocos los que disfrutan de las cosas de las que todos los demás también quieren disfrutar.

Debajo de las faldas de este sistema caduco y excluyente el laboratorio Bulli no va a permanecer de mandiles cruzados. Serán dos años de reflexión acerca del modelo de negocio de este  restaurante de vanguardia, que moviliza durante seis meses al año a más de cincuenta cocineros que ofrecen un único servicio diario a unas cincuenta personas y cuya viabilidad es, con descaro, imposible. Se mantendrán las señas de identidad del equipo: la investigación incesante y una concienzuda labor de exploración de horizontes. Adriá trasciende la gastronomía y la eleva a categorías epistemológicas reservadas, casi con exclusividad, a disciplinas científicas. La vanguardia artística se rinde ante él. La obra, casi enciclopédica, que reúne todo el conocimiento adquirido tras años de experimentación con los alimentos, las sensaciones, los sabores y la gastroemoción, es un referente para generaciones futuras de cocineros, investigadores, artistas, diseñadores. La creación de Adriá es transversal, multidisciplinar. Ahora queda abierto el juego de adivinar qué es lo que vendrá después. Y queda esperar que todo lo aprendido pase a formar parte del acervo popular. El pop también fue vanguardia.  Y Adriá, no me lo nieguen, es un poco pop, como Mozart también lo fue, adelantándose a su tiempo.