lunes, 8 de febrero de 2010

Una visión crítica del asunto

LUJO Y EXCRECIÓN DEL SISTEMA

Se ha celebrado en Madrid, como todos sabemos, el congreso gastronómico internacional Madrid Fusión 2010. En la edición de este año se ha dado la noticia de que el restaurante El Bulli va a cerrar durante dos años para volver a abrir sus puertas en el año 2014. Su chef-director es Ferran Adrià, cocinero de vanguardia reconocido por la crítica mundial como uno de los mejores. La noticia ha ocupado primeras páginas y ha causado estupor entre  audiencias gastrófilas, al tiempo que indignación en otros foros: ¿es la alta gastronomía una frivolidad?

El modelo de negocio practicado por Adrià ha sido objeto de estudio por parte de diferentes agentes del sector de la comunicación. Lejos de capitalizar su actividad sólo en un restaurante, la marca  Bulli está diversificada y participa de toda la actividad económica que generan los diferentes nichos de mercado relativos a la industria alimentaria y hostelera, implementada con el valor gastronómico que le añade el sello del autor. La marca está consolidada y funciona a la perfección en sentido corporativo. Ahora El Bulli cierra y, mediante un golpe maestro de mercadotecnia, se garantiza dos años más de protagonismo e incertidumbre para el mercado. Pero ¿para qué mercado?

Una cena en El Bulli puede costar, para dos personas, una media de 700 euros. El precio de la trufa blanca de la región piamontesa de Alba se  valora entre 3.000 y  4.000 $/kg., según temporada. Las angulas se cotizan a 1.000 euros el kilo y los percebes   están en torno a los 250/300 euros el kilo. Una botella de vino tinto Domaine de La Romanee Conti (Grand Cru) del año 1999 puede elevar la minuta de un restaurante en 5.000 euros. Un kilo de guisantes lágrima del Maresme catalán ronda los 250 o 300 euros el kilo y un solomillo de buey de la raza Wagyu, si se ha criado en la prefectura japonesa de Kobe, cuesta en el mercado unos 300 euros/kg.  Un kilo de caviar beluga, 3000 euros. ¿Qué sector del mercado se puede permitir comprar estos productos?

El sistema capitalista neoliberal excreta aberraciones de diferente tipo y gravedad. Hambrunas que conviven con la  destrucción de excedentes de alimentos; crisis económicas, generadas por estructuras financieras en las que, cuando hay riesgo de colapso, revierten capitales en concepto de  ayudas del sistema,  perpetúan su naturaleza cíclica al servicio de las corporaciones internacionales; presupuestos armamentísticos de cuantías equivalentes al PIB de muchos países del planeta. 

Estas son algunas de las más graves, pero existen otras en las que la aparente fatuidad de su naturaleza parece restarles capacidad emética. Una de ellas es la consideración del valor lujo como un intangible añadido a aquellos productos, bienes o servicios que están sólo al alcance de unos pocos y cuya adscripción apareja una condición manifiesta de superioridad, que refrenda la opinión  pública obnubilada por palabras satélite del universo del lujo,  como “glamour”, que refieren al imaginario elitista de  esquemas post-versallescos y pseudofeudales. 

En la alta gastronomía el lujo es un valor prevalente e intrínseco al resultado ofrecido. Los grandes comedores altoburgueses han cambiado las lámparas de araña decimonónicas por la decoración minimal o el barroquismo de los diseños de Philippe Starck pero los precios de las materias primas y de los recursos materiales derivados de  las necesidades estructurales de los establecimientos de restauración de lujo, sin entrar a considerar el valor simbólico  del que hablaba Baudrillard, hacen de la alta gastronomía un contravalor al reducir la universalidad  de acceso a  sus excelencias.

Este valor simbólico se recarga de sustancia y dineros cuando el que oficia es  un cocinero genial y renacentista, de remedos leonardescos y avanzadilla de la creación gastronómica multidisciplinar, cuando conseguir una mesa en su restaurante es poco menos que imposible y cuando una cena allí se ha convertido en rito de paso de la élite cultural burguesa.  Entonces “comer de lujo” se  convierte en accesible sólo para aquellos con suficientes recursos económicos para permitirse pagar lo que ya no es gastronomía sino una experiencia integral más allá de los sentidos. Y al limitarse a unos pocos, se despoja a la cultura culinaria secular, aprendida alrededor del focolare milenario, de sus señas de identidad populares, transidas ya en excreción de la sociedad del lucro y la exclusión en que se ha convertido la humanidad.

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