lunes, 1 de febrero de 2010

Madrid Fusión 2010, una pléyade de gastrónomos, gastrófilos, gastrocómicos, gourmands, gourmets de postín, farsantes, maestros,  cocineros de 0 a 80 años, gerentes de nudo windsor, azafatas neumáticas servidas con lazo rojo, la élite de la crítica gastronómica y la crema de la intelectualidad culinaria,  algún gastrólogo, gastrósofos varios, gastrónimos, gastrócratas, gastrófagos, gastrólatras, gastrómanos, gastrópteros volando de plato de jamón a copas de vinos varios,  gastrodemócratas y hasta gastrófobos. Todo preparado para que de comienzo la fiesta. Y, de repente, la noticia estrella que absorbe la atención de todos: Ferran Adriá se toma un respiro. El Bulli cierra dos años.

Bien es cierto que  de no tomar esta decisión, si no para de una vez, el sr. Adriá acabará siendo el primer gastromártir nacional, muerto por asfixia tras una larga agonía de hiperactividad y desquiciamiento cocineril con frentes abiertos en mil batallas y el cerebro siempre a mil por hora. No olviden que en Francia tienen algún suicidado por culpa de la re coquinaria,  y  todo en nombre del puchero y del borbotón. De ahí su llamada al interior, su necesidad de reflexión, su pararse a pensar. Sus vacaciones y la necesidad de normalizar la vida, de “tener una vida”, al margen del ritmo apisonador del quehacer diario de un hombre que no para. La polémica decisión del mejor cocinero del mundo ha puesto en solfa al mundillo. Y ha soliviantado al resto. Ha sido portada de periódicos y noticiarios. Perejil de todas las salsas.  Hasta Juan José Millás le dedica en El País un suculento artículo a ese lugar, en apariencia remoto y marciano, Cala Montjoi, en Roses, donde se encuentra El Bulli, el lugar al que todo el mundo quiere ir.

Es cierto que prácticamente ninguno de nosotros va a ir a El Bulli no-a-comer, porque allí en realidad no se va a  comer, sino a vivir una experiencia un tanto, cuando menos, peculiar, que algunos, los más avezados, no dudan en equiparar con un  rito de paso de la postmodernidad. Es indignante que acudir a un restaurante pueda suponer un desembolso cuya magnitud pueda producir alguna arcada. Más indignante es el modelo de consumo que practicamos y cuya excrecencia, una de ellas, es lujo para unos y miseria para el resto. Hay que estar podrido de dinero para disfrutar de las cosas que la sociedad ha  decidido  que son "de luxe", un Van Gogh o un hotel de treinta estrellas en un emirato lejano. Entonces se levanta el clamor popular y, ante el miedo a lo ignoto, la diatriba fundamentada en el desconocimiento.

El trabajo que hay detrás del universo Bulli es algo que, por ser la  naturaleza de su objeto aparentemente fatua (no olvidemos que cocinar es trabajar para el placer, y el placer, la ebriedad y el goce son algo que nunca ha dejado de inquietar a unos mientras napaba de gusto a otros) se minusvalora, hasta se ridiculiza, quizás porque no se entiende o porque no está al alcance de todos imaginar y valorar el esfuerzo humano, el desarrollo artístico y la meticulosidad científica que hay entre  bambalinas. Es difícil comprender el ser-en-sí sartreano  de un engranaje cuya piel efímera abriga apenas por unas horas a un selecto club de elegidos. La Historia muestra una realidad, perpetuada hoy, en la que son sólo unos pocos los que disfrutan de las cosas de las que todos los demás también quieren disfrutar.

Debajo de las faldas de este sistema caduco y excluyente el laboratorio Bulli no va a permanecer de mandiles cruzados. Serán dos años de reflexión acerca del modelo de negocio de este  restaurante de vanguardia, que moviliza durante seis meses al año a más de cincuenta cocineros que ofrecen un único servicio diario a unas cincuenta personas y cuya viabilidad es, con descaro, imposible. Se mantendrán las señas de identidad del equipo: la investigación incesante y una concienzuda labor de exploración de horizontes. Adriá trasciende la gastronomía y la eleva a categorías epistemológicas reservadas, casi con exclusividad, a disciplinas científicas. La vanguardia artística se rinde ante él. La obra, casi enciclopédica, que reúne todo el conocimiento adquirido tras años de experimentación con los alimentos, las sensaciones, los sabores y la gastroemoción, es un referente para generaciones futuras de cocineros, investigadores, artistas, diseñadores. La creación de Adriá es transversal, multidisciplinar. Ahora queda abierto el juego de adivinar qué es lo que vendrá después. Y queda esperar que todo lo aprendido pase a formar parte del acervo popular. El pop también fue vanguardia.  Y Adriá, no me lo nieguen, es un poco pop, como Mozart también lo fue, adelantándose a su tiempo.

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